Buen fin de semana. Un saludo.
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Devolver a los hijos al remitente es un impulso que alguna vez les ha venido a todos los padres. Difícilmente quieren admitirlo y, sin embargo, muchos padres, con cierta frecuencia, se sienten desilusionados por sus hijos y exasperados por su conducta.
Antes de empezar a imaginar que se ha engendrado a un mal sujeto, los padres deberían preguntarse si ciertos comportamientos no son más que una fase normal en el desarrollo. Cada fase del desarrollo de un niño requiere nuevos aprendizajes y correcciones. Algunas resultan más difíciles que otras. De ese modo no se sucumbe de pánico, porque se acepta que el problema es temporal. Las dificultades que se experimentan con los hijos nacen frecuentemente de expectativas no realistas. Por eso, los padres que se irritan cuando su hijo de dos años no quiere estar sentado y quieto en la mesa más allá del primer plato, o piensan que debería compartir con gusto sus juguetes con los otros o quieren que su hijo de cuatro años no interrumpa nunca una conversación entre adultos, pretenden sencillamente lo imposible. Exactamente igual que los padres que quieren que su hija de trece años no masque chicle o no se vista con horripilantes pantalones vaqueros rotos en puntos estratégicos. ¿Por qué las dificultades? ¿Sabe nuestro hijo lo que esperamos de él? Con frecuencia hacemos saber a los hijos lo que no nos gusta de su comportamiento sin especificarles claramente lo que, en realidad, esperamos que hagan. Muchas veces decimos: “No hagas eso” o “Deja eso” o damos vagas instrucciones del tipo: “Pórtate bien… sé un niño bueno… come educadamente”. Los hijos mayores entienden lo que queremos, pero los más pequeños pueden necesitar instrucciones más específicas como: “Habla con voz normal en vez de gritar… deja que tu amigo juegue un poco con tu triciclo… cierra la boca cuando masticas la comida”. Muchos padres detestan en sus hijos lo que detestan en sí mismos. Ven en los hijos sus mismos errores. Los padres que han combatido, por ejemplo, contra la pereza, la agresividad o la timidez, podrían alarmarse excesivamente al ver esos rasgos reproducidos en los hijos. Es peligroso pensar que un hijo nos recuerda a algún otro. Del mismo modo que nos disgusta ver nuestros rasgos negativos reflejados en los hijos, podemos sentir hostilidad hacia ellos si parece que manifiestan tendencias que asociamos a algún miembro de la familia, especialmente si se trata de uno al que no apreciamos mucho. “¡Es igual que su tío Alfredo!” o “¡Es tan testarudo como su padre!” son mensajes que culpabilizan injustamente. Cada hijo es una persona única y si proyectamos sobre él los sentimientos que nutrimos hacia otro, le negamos su identidad personal. Está absolutamente prohibido etiquetar negativamente a los hijos. Será casi imposible librarse después de ello. Una vez que se empieza a decir o a pensar: “es un niño desobediente, perezoso, un desastre en matemáticas, un patoso”, la etiqueta puede convertirse en una descripción que después ellos realizan. Cuando los hijos saben que los padres los consideran incompetentes, agresivos o de cualquier otro modo, empiezan a pensar que son así y actúan en consecuencia. “¿Sabes? Yo soy el patoso de la familia…”. Esto no significa que no tengamos que ser críticos ante un comportamiento desgarbado o asocial, sino que tenemos que distinguir entre ellos y sus acciones. Mientras que es justo decir a los hijos que se están portando de modo indolente, desconsiderado o de cualquier otra forma, es completamente distinto decirles que son perezosos o desconsiderados. ¿Qué hacer? Es siempre importante subrayar el lado bueno de los hijos. Podemos caer fácilmente en el error de ver sólo sus defectos. Cuando somos constantemente críticos (abiertamente o sólo en nuestro interior) tenemos que hacer un esfuerzo consciente para invertir la tendencia. Una observación positiva tiene un doble efecto. Nos da el placer de decir algo cariñoso a los hijos, en vez de andar siempre gritándoles y lamentándonos: los hace sentirse mejor y más dispuestos a colaborar con nosotros. Es útil hablar con personas a quienes nuestros hijos tengan afecto (los abuelos están hechos para ello…) y esforzarse por ver las cosas desde su punto de vista. Un ejercicio útil es pararse a observar a los hijos mientras están durmiendo. Es difícil tener sentimientos negativos hacia un niño que está durmiendo tranquilamente. Y mientras tanto, pensar en su vida: qué los motiva y qué los hace sentirse mejor y felices y qué, en cambio, los hace sentirse frustrados y los turba; y que es posible hacer mejor la vida de cada día para toda la familia. Otro ejercicio útil es saludar siempre a los hijos con afecto. Es un modo menor, pero eficaz, de manifestar el gozo de vivir con ellos.
Bruno Ferrero
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Muy interesante.Los niños son como esponjas que todo lo adsorben,lo bueno y lo malo.Imitan lo que ven alrededor.Para ellos sus padres es su referente,son su ejemplo.
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